viernes, 25 de mayo de 2012

Tributo a una voz inmortal... y otras consideraciones


«Les Musiciens», óleo de Albert Bartholomé (1848-1928)

Hay gente que cree que la música clásica es un arte extraño, a la vez distinto y distante, que poco o nada sabe decir al corazón humano en nuestro tiempo. Amigos o amigas a quienes quiero mucho no titubean en decirme a veces, con sonrisa socarrona, que me gusta la «música fome», chilenismo que significa música aburrida, insípida. Pobres amigos...

Al mismo tiempo en barrios modestos, a veces marginales de la ciudad que habito, progresan iniciativas valientes para formar a muchachos muy jóvenes en la práctica de algún instrumento musical, reuniéndolos en orquestas principiantes. Este empeño ha logrado cuasi-milagros sociales por obra y gracia de la tal «música fome». Probablemente alguno de esos niños estará ahora mismo ensayando con su violín o su clarinete, abismándose ante un universo nuevo. Sé que esto ocurre. Mi embeleso personal con más de cinco siglos de tradición musical, el mismo embeleso que intento compartir con ustedes a través de esta página, data de los días del colegio, cuando correr tras una pelota en los recreos o enmudecer frente a alguna chica en particular era tan frecuente y natural como descubrir las notas bellas escritas por un alemán sordo en Viena, mucho mucho tiempo atrás. La conexión con la gran música se produce a despecho de cualquier prejuicio porque, como aquel mismo sordo escribió, es música «salida del corazón y destinada al corazón». Lejos de ser aburrida, resulta trascendental: une, reaviva, eleva.

Escribo esto al compartir con ustedes un registro de lieder interpretados por el grandísimo Dietrich Fischer-Dieskau, barítono-bajo cuya reciente desaparición aún conmociona, y ello precisamente porque caló hondo en el corazón de generaciones durante su larga trayectoria. Su voz, perfecta en timbre y técnica, sabía estremecer. Fue gracias a Fischer-Dieskau que conocí las canciones de Schubert y, a continuación, de una larga estela: Schumann, Loewe, Wolff, Brahms, Mahler... etc.

Ahora que el insigne cantante bávaro ha dejado este mundo, la añoranza es inmensa, como si formara parte de mi familia más cercana. Ojalá estos artistas supieran lo centrales que llegan a ser en la existencia de incontables personas, a las cuales tal vez nunca conozcan pero que siempre les dedicarán aprecio, cariño, gratitud.

Es que por medio de ellos el milagro de la vida y de la creación —cada vez más indispensable en un mundo poluído de contradicciones— acude a rescatarnos del tedio, la estrechez, la mediocridad, devolviéndonos lo mejor de nosotros mismos.

Con gratitud, pues, despido a este amigo compartiendo interpretaciones suyas de Mahler y Schumann grabadas junto a compañeros inolvidables —Wilhelm Furtwängler, Rudolf Kempe y Gerald Moore— en los años cincuentas del siglo pasado.

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DIETRICH FISCHER-DIESKAU, barítono
MAHLER: «Canciones de un camarada errante» y
«Canciones a los niños muertos»
/ FURTWÄNGLER + Philharmonia Orchestra (1)
/ RUDOLF KEMPE + Filarmónica de Berlín (2)
SCHUMANN: «Liederkreis», Op.39
/ GERALD MOORE, piano

jueves, 24 de mayo de 2012

[poesía] GÓNGORA


GóngoraCuando pitos flautas



Da bienes Fortuna
que no están escritos:
cuando pitos flautas,
cuando flautas pitos.


¡Cuán diversas sendas
Se suelen seguir
En el repartir
Honras y haciendas!
A unos da encomiendas,
A otros sambenitos.
Cuando pitos flautas,
cuando flautas pitos.


A veces despoja
De choza y apero
Al mayor cabrero,
Y a quien se le antoja;
La cabra más coja
Pare dos cabritos.
Cuando pitos flautas,
cuando flautas pitos.


Porque en una aldea
Un pobre mancebo
Hurtó sólo un huevo,
Al sol bambolea,
Y otro se pasea
Con cien mil delitos.
Cuando pitos flautas,
cuando flautas pitos
.

Luis de Góngora y Argote



A fines de los años 80 del siglo pasado, el grupo australiano
Dead Can Dance tradujo y puso música al poema de Góngora

viernes, 18 de mayo de 2012

IN MEMORIAM Dietrich Fischer-Dieskau

La gran voz se ha callado. Con 86 años, falleció hoy en Baviera uno de los mayores cantantes todavía vivos: el barítono Dietrich Fischer-Dieskau. Huelga cualquier presentación de este intérprete soberano, cuya voz revivió el gran repertorio centro-europeo desde óperas y oratorios hasta el extenso territorio del lied, apartado en donde su huella se inscribió como referencia total e ineludible.

No sólo la belleza de su timbre sino la variedad de sus recursos vocales, guiados por una inteligencia musical muy por encima de lo común, transformaron al barítono-bajo alemán en una de las voces fundamentales del siglo XX. Me permito tomar unas palabras del crítico John B. Steane: «No hay dicotomía. El intelecto y la emoción se funden; esa es la marca distintiva de la cultura europea civilizada que Fischer-Dieskau ha representado tan bien a lo largo de su dilatada carrera».

Descanse en paz, maestro. Y viva para siempre.

lunes, 14 de mayo de 2012

La Novena de los 10 mil


En la suculenta vida musical japonesa, el Festival de Osaka proporciona un acontecimiento muy singular cada mes de Diciembre. La admirada Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven, piedra capital del género sinfónico en Occidente, es ofrecida en el Festival de música clásica organizado en aquella ciudad nipona con un detalle que haría las delicias de Berlioz: Diez mil cantantes de coro para el movimiento final. Nuestro querido Gatosierra nos alerta sobre un video de YouTube que da cuenta del espectáculo en diciembre de 2011, cuando las jornadas musicales estuvieron dedicadas a honrar la memoria de las víctimas del brutal terremoto-tsunami que sacudió a Japón.

¡Disfruten la experiencia!

viernes, 11 de mayo de 2012

Ortega y Gasset | El estilo en la pintura

«Caspar David Friedrich en su estudio», óleo de G. F. Kersting, 1812


(fragmentos de meditaciones sobre el arte pictórico)

El estilo es un determinado sistema de tendencias referentes a lo que debe ser un cuadro. Siento tan vehemente deseo de que todo resulte a ustedes claro, diáfano —evidente, en suma—, que sufro al tener, por ejemplo ahora, que renunciar a explicarles cómo puede darse en la mente de un artista la presencia de su propio estilo antes de que imagine ningún proyecto concreto y singular del cuadro. Porque la cosa no es cuestionable; no puede ocurrírsele a un pintor un cuadro si antes no está enamorado de ciertas cualidades abstractas, puramente formales, es decir, no precisadas en ninguna figura concreta —cualidades que serán los verdaderos valores estéticos de sus obras, por lo cual al hablar de éstas solemos escoger también vocablos abstractos y formales, atributos genéricos.

Detalle de «El Juicio Final», fresco de Miguel Ángel Buonarroti

Cuando sus contemporáneos contemplaban alguna nueva obra de Miguel Ángel no sabían hablar más que de su terribilità. Y en efecto, antes de forjarse Miguel Ángel la idea de una posible escultura, de un posible dibujo, lo que tenía delante del alma y succionaba a ésta, con máxima fuerza de atracción, era «lo terrible»; así, en neutro y en genérico y en abstracto, la pura calidad «terrible», inconcretada y sin soporte de cosa o sustancia que fuera efectivamente «terrible».

En el alma del artista los adjetivos se dan antes que los sustantivos y, por casi milagro metafísico, los accidentes estéticos preexisten a las sustancias. De ciertos de ellos está, por anticipo, enamorado cada artista, y empleo con reiteración la palabra enamorado porque, en efecto, cosa pareja acontece al hombre cuando ama de verdad, pues le parece que él había conocido ya a aquella mujer antes de haberla en la realidad conocido, que la había amado ya en un como mágico tiempo anterior al tiempo; en ese pre-tiempo de lo maravilloso y lo divino donde los antiguos situaban sus mitos y que hombres tan ultraprimitivos como los hotentotes sabían tan lindamente llamar «el tiempo que está a la espalda del tiempo». Y lo que hay de real en esta magia del amor es que, en efecto, todo hombre —si es capaz de auténtico amor, cosa menos sólita de lo que se presume— lleva desde su primera juventud dentro de sí previstos ciertos dones de feminidad a que su fervor está para siempre adscrito, y por eso no podrá defenderse cuando una mujer que los posee, en quien concretamente se hacen presentes, transita ante su vista con su paso sin peso.

«Dante y Beatriz», óleo de Henry Holiday

Este hecho contribuye a esa extraña perspectiva de eternidad que el amor tiene, pues, aunque éste suele durar poco, como todo sublime frenesí, mientras están dentro de él los amantes les parece que se han querido desde siempre y que nunca se enajenarán. Con lo cual, siendo el amor tan fugaz ocurrencia, goza de una ilusoria gracia de eternidad —como todo lo que no tiene ni comienzo ni fin—, y por ello Schiller creía que él y su amada antes de esta vida se habían amado durante otra entera vida, no sabía bien en qué estrella.

José Ortega y Gasset

jueves, 10 de mayo de 2012

Día de la Madre



Hoy se celebra tradicionalmente el Día de la Madre, aunque los calendarios de cada país puedan acomodar la fecha en otro día. Así, hago un cariñoso homenaje a todas las madres que visitan esta página, y a todas las madres del mundo. Dejo a continuación un texto, “Retrato de una Madre”, escrito por un eclesiástico chileno entre el siglo XIX y XX (no recuerdo la fecha exacta), como agradecimiento al hospedaje recibido durante un viaje. Y más abajo la maravillosa canción de Dvorák “Cuando mi anciana madre”, interpretada por Anna Netrebko.

Hay una mujer que tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor, y mucho de ángel por la incansable solicitud de sus cuidados.

Una mujer que siendo joven tiene la reflexión de una anciana, y en la vejez trabaja con el vigor de la juventud.

Una mujer que si es ignorante descubre los secretos de la vida con más acierto que un sabio, y si es instruida se acomoda a la simplicidad de los niños.

Una mujer que siendo pobre se satisface con la felicidad de los que ama, y siendo rica daría con gusto su tesoro por no sufrir en su corazón la herida de la ingratitud.

Una mujer que siendo vigorosa se estremece con el vagido de un niño, y siendo débil se reviste a veces con la bravura del león.

Una mujer que mientras vive no sabemos estimar porque a su lado todos los dolores se olvidan, pero después de muerta daríamos todo lo que somos y todo lo que tenemos por mirarla de nuevo un solo instante, por recibir de ella un solo abrazo, por escuchar un solo acento de sus labios.

De esa mujer no me exijáis el nombre si no queréis que empape con lágrimas vuestro álbum, porque ya la vi pasar en mi camino.

Cuando crezcan vuestros hijos leedles esta página y ellos, cubriendo de besos vuestra frente, os dirán que un humilde viajero, en pago del suntuoso hospedaje recibido, ha dejado aquí para vos y para ellos un boceto del retrato de su Madre..

Mons. Ramón Ángel Jara

martes, 8 de mayo de 2012

TANÉYEV :: Obertura “La Orestíada” & Sinfonía nº 4


Llamar a un compositor de anomalía puede sonar insidioso… pero hay un caso claro donde el calificativo corresponde a la pura realidad: Sergei Ivánovich Tanéyev.

Este creador sobresaliente ha visitado antes nuestra página (fijarse en la etiqueta con su nombre) y en cada ocasión hemos apuntado una gran cualidad suya que lo distingue de otros colegas eslavos, como es su maestría técnica. Contrapunto, rigor formal, reelaboración de los temas, en suma, aquellas habilidades difíciles para el mundo musical ruso se volvían materia dócil en las obras de Tanéyev.

En sentido opuesto, hay que admitir que otras cualidades de sus contemporáneos le resultaban más arduas de alcanzar (frescura de la inspiración, inventiva melódica, emotividad). Así, y por contraste, sus cualidades e intereses lo volvieron una especie de “Bach ruso”, como lo motejaba Chaikovsky. La influencia de Tanéyev en aquel momento histórico aportó lo que faltaba al conjunto de la Escuela Musical Rusa.

Entre las muchas rarezas de este compositor estaba su devoto interés hacia los clásicos grecolatinos. Por eso, a diferencia de la amplia producción musical basada en poetas rusos (Pushkin el primero) o europeos que firmaban sus colegas, la única ópera de Tanéyev salta atrás en el tiempo hasta Grecia para ocuparse de “La Orestíada”, trilogía trágica de Esquilo sobre las desventuras de Orestes, los asesinatos de Agamenón y Clitemnestra, la persecución de las Erinias y la absolución final del protagonista en un tribunal ateniense.

Clitemnestra intenta despertar a las Erinias – Crátera apulia de figuras rojas. Museo del Louvre, París, Francia

A la ópera la precede una densa, monumental obertura que ha hecho carrera propia en las salas de concierto. Es impresionante. Su tenebrosa secuencia inicial en Mi menor está entregada a las cuerdas graves, con la más profunda potencia de su registro en alusión a los negros remordimientos de Orestes. Poco a poco y siguiendo un plan tan calculado como intrincado, los temas musicales, el discurso y las armonías avanzan hacia una esplendorosa resolución en Mi mayor.

Tanéyev demuestra una sensibilidad para el color instrumental muy rusa —como si esos músicos tuvieran una orquesta metida en la cabeza, en el decir de mi querido amigo leiter— que le permite sacar provecho de cada sección orquestal. No es Rimsky ni Sibelius, es decir, los timbres inusitados no son de su interés; en cambio, ostenta buen gusto y maestría al estilo Chaikovsky y sobre todo una noción global de la obra presidiendo las elecciones instrumentales. Lógica premeditada que guía el brote de la inspiración.

«Nubes» – Ivan Shishkin

Lo mismo puede predicarse de la fantástica Sinfonía nº 4 en Do menor, que ya tuve el gusto de compartir aquí en la versión de Evgeni Svetlanov. Esta pieza es, a mi juicio, la obra maestra sinfónica del compositor.

A semejanza de modelos centroeuropeos, una célula de tres notas (la última formando un acorde de tritono) preside la composición entera y se transmuta a lo largo de ella, cohesionándola sin fatigar el oído. Los caleidoscopios tímbricos de Rimsky-Korsakov encuentran aquí sus complementos: caleidoscopios temáticos, incesante elaboración de una misma idea acatando los cánones de la forma musical. La partitura exhibe un pensamiento bien perfilado, nítido, que no se permite balbuceos sino claras afirmaciones. Esas exquisitas incertidumbres asumidas por la música de Chaikovsky o Rajmáninoff no caben en la rigurosa escritura de Tanéyev, escasamente interesado en confesiones de cualquier tipo.

Así, amigas y amigos, les invito a disfrutar el arte anómalo de este maestro ruso, en la versión vibrante de Neeme Järvi y The Philharmonia Orchestra.

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jueves, 3 de mayo de 2012

Entre Borodín y Músorgsky

Borodin

La música rusa del siglo XIX fue más que Tchaikovsky, y lo sabemos, pero la popularidad mundial que disfruta el más grande sinfonista ruso de su tiempo ha eclipsado en el extranjero a otros compatriotas, llenos de méritos pero sin igual suerte, retrasando para ellos la llegada de los laureles. No es un fenómeno extraño, y si hubo culpables, no fue el compositor. Así como Rusia no era ajena a reyertas entre sus artistas ni a la formación de bandos que operan como bandas, también el público cae a menudo en la tentación de simplificar las cosas, concentrando su interés en unos pocos nombres en vez de explorar todas las posibilidades de un estilo o de una escuela.

Pero el tiempo coloca las piezas en su lugar. Y estamos por fin todos de acuerdo en que la grandeza del arte ruso descansa sobre muchos hombros. Hoy me detengo en dos nombres que han avanzado desde la oscuridad a la gloria: el Dr. Aleksandr Borodín y el ex-oficial Modest Músorgsky. De hecho, la mayoría de los aficionados a la música los conoce. Ambos, como Tchaikovsky, tenían nobleza en su sangre, pero ambos, a diferencia de Tchaikovsky, militaban en pro de la «música nacional», vale decir, inspirada en las directas fuentes populares, negándose a occidentalizar su lenguaje para así preservar la autenticidad de su expresión. Ambos eran conocidos miembros del Grupo de los Cinco, belicoso puñado de compositores de talento desigual que había reclutado Mili Balákirev en directa oposición al más formal Conservatorio de San Petersburgo. No es que este último centro despreciara la cultura de su terruño; pero las posturas radicales desprecian los matices.

Como sea, el Dr. Borodín, médico-químico de prestigio europeo, se dedicaba muy de vez en cuando a cultivar las innegables dotes musicales que la Naturaleza le había concedido. No extrañará, pues, lo exiguo de su producción; y sin embargo se las arregló para firmar varias obras notabilísimas, entre ellas dos sinfonías completas y una tercera apenas esbozada que finalizará Glazunov, tras la muerte de su autor. Para describir su carácter me remito a palabras de Lucien Rebatet, las cuales suscribo salvo en la despectiva referencia a Mendelssohn:

Borodín poseía grandes facultades, y es una lástima que su filantropía y su vida bohemia no le permitieran explotarlas mejor. De los Cinco, fue al único al que le atrajo la música «pura» en sus dos cuartetos, sus tres sinfonías. La primera, de una elegancia aristocrática como todo cuanto tocó este descendiente de reyes caucasianos, se abandona aún un poco a las frivolidades de un Mendelssohn. La segunda, viril y amplia, mucho más «rusa», es la más bonita. Lo que conocemos de la tercera no augura inferiores méritos, pero quedó inconclusa. De su grupo, Borodin es asimismo el más natural y poéticamente melodista.

Musorgsky

De Músorgsky diremos que fue el más genial de cuantos reunió Balakirev. Su temperamento comunicativo y original se avino a la música escénica, donde descolló como autor operístico. Tuvo un notable enfoque de la lengua rusa adaptada al canto y firmó ciclos breves, pero memorables, de canciones de concierto. También escribió algunas páginas netamente sinfónicas y otras tantas para piano solista, entre las cuales sobresale la suite Cuadros de una Exposición; pero su precaria formación musical, así como la inestabilidad nerviosa y el desorden constante en que pasó sus días, mermaron la eficacia de sus esfuerzos creativos. Tras su muerte, su obra saldría a la luz gracias a otros músicos que la hicieron «presentable» para las salas de concierto. Sólo con el correr del tiempo se cayó en cuenta que la buena voluntad de estos mediadores había escondido audacias todavía más valiosas, y durante el siglo pasado se fue realizando un redescubrimiento del «auténtico» Músorgsky. Pero cuidado; el famoso óleo de Repin que retrata al compositor en el triste desaliño de sus días finales ha llevado a pensar que esa imagen a lo Rimbaud corresponde a su vida entera, y nada más falso. Músorgsky, aunque inigualable cantor del pueblo ruso, nunca renegó de su cuna aristócrata, empleaba fluidamente el francés en muchas de sus cartas, como se estilaba en su medio, y fue cuidadoso de su aspecto y su vestir.

Hoy les ofrezco la audición de obras de ambos compositores: la estupenda Segunda Sinfonía de Borodín, así como su cuadro sinfónico En las estepas del Asia central, y de su ópera El príncipe Igor: la Obertura y las Danzas Polovsianas. Completando el repertorio, dos piezas de Músorgsky: el poema sinfónico Una noche en el Monte Calvo y la Danza de las Esclavas Persas, de la ópera Jovánshina. Las batutas son ilustres: Rafael Kubelik, André Cluytens, Herbert von Karajan, William Steinberg y Constantin Silvestri, dirigiendo formaciones como la Filarmónica de Viena, la Sinfónica de Pittsburgh y la Orquesta Filarmonía de Londres.

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