domingo, 28 de junio de 2009

IN MEMORIAM

Pertenece a los seres como Gabriel Cuervolopez la habilidad para eludir la muerte. Su gran poder es la memoria que dejan impresa en los demás. No un recuerdo ligero, como esas simpatías momentáneas surgidas en los intervalos del Metro. No. Gabriel nos enriqueció; a la mayoría de nosotros a través de su estupendísimo blog, y a los más privilegiados, con su cercanía física en Buenos Aires.

Enriquecer es producir un cambio; esa fue la profundidad a que llegó. Me refiero, claro que sí, a la clase de cambios que más podemos agradecer: aquellos que nos revelan la nobleza tan a menudo olvidada de la condición humana. Aquellos que nos brindan la oportunidad del descubrimiento, de la elevación. Aquellos que nos enseñan a hacer preguntas, y todavía mejor, nos dan muchas de las respuestas.

Hace tiempo un amigo me contó un episodio que no he podido olvidar: a punto de comenzar su adolescencia, su padre lo sorprendió con un regalo inesperado. Puso en sus manos el ciclo sinfónico de Beethoven… “porque cosas como éstas te harán sentirte orgulloso de ser parte de la Humanidad”. A propósito de Gabriel podría decir algo muy parecido. Él nos mostró generosamente las muchas razones que existen para la admiración y la esperanza en los atribulados días que corren, reconfortándonos; y por eso, en sentido opuesto, descargó su rabia contra las componendas, las vulgaridades, las vilezas que oscurecen (mejor diría esclavizan) el espíritu.

Bajezas que a su vez me hicieron pensar en el viejo Salieri y su disputa contra Mozart en la ficción cinematográfica. Aquel viejo Salieri imaginario, que había sobrevivido para ver su propia extinción, mientras la buena estrella del talento genuino (como el Cuervo) se iba convirtiendo en sol de mediodía. Un poco por eso colgué en mi blog una parte del Réquiem de Mozart como homenaje a Gabriel, quien era una personalidad excepcional en perpetua batalla contra la mediocridad.

Tengo la certeza de que Elcuervolopez perdurará. Los corazones gigantes nunca mueren en vano.

Begräbnisgesang, Op.13 Himno Fúnebre, compuesto por Brahms en 1858 a partir del poema homónimo de Michael Weisse (siglo XVI). En esta obra, la primera donde el gran músico reúne voz y orquesta, me parece oír siempre una alusión al Réquiem de Mozart [como en 00:56, interludio intrumental]. Dirige John Eliot Gardiner | y les detallo esta obra en homenaje al gran divulgador que fue Cuervo.


viernes, 26 de junio de 2009

ADIOS AMIGO

Hoy he perdido un buen amigo. “Cuervo López ha decidido remontar el vuelo hacia la inmortalidad. No vienen al caso largas digresiones, porque todo cabe en una breve exclamación: ¡ GRACIAS !

Nos recordaste que la vida sólo merece ese nombre cuando la pasión la ennoblece. Nos demostraste la enorme convocatoria que tienen todavía la Belleza y la Sinceridad, precisamente cuando sobran la vulgaridad y la hipocresía. Supiste reunir y dar valor a un grupo de personas que siempre estarán agradecidas de haberte conocido.

Amigo, aunque ahora te hallarás junto a Mahler, afanado en conocer por fin el legítimo final de la Décima, también te quedaste con nosotros.

Hasta siempre, Gabriel Cuervolopez.

martes, 23 de junio de 2009

DOS CAMINOS AL ALMA RUSA

Chaikovsky y Rimsky-Korsakov fueron en su momento los maestros de la orquesta rusa, o para dejarlo más claro, de la orquesta a la rusa. Dotados ambos con una mano privilegiada para la expresión instrumental de sus ideas, sus creaciones sorprendieron a Occidente como epítomes de brillantez, poderío y refinamiento. Algo así como los esplendores del Zar llevados a la música.

Sin embargo, fueron compositores muy diferentes, situados cada uno en las riberas opuestas (ridículamente opuestas) de la “música rusa”: Chaikovsky era el gran músico “de Conservatorio” (etiqueta tan estrecha como cualquier otra), orientado a Occidente tanto como la misma Rusia desde Pedro el Grande; Rimsky se había afiliado a la corriente “nacionalista”, esa que rastreaba en la cultura autóctona la originalidad que nadie más podría tener. Con el tiempo Rimsky llegaría a ser profesor del Conservatorio, acercándose con aprecio a la tradición musical centroeuropea; Chaikovsky, a su vez, sería siempre capaz de conjurar el “alma rusa” en sus obras, impulsando el brillo de la cultura eslava por medio mundo.


Y eso nos lleva al meollo del asunto. ¿Cómo recuperaban esa “esencia” de la tradición folklórica eslava para abrir un camino musical propio? La mayoría de los “nacionalistas” recurría a la simple cita de un tema popular, que luego reorganizaban con más o menos arte para dar origen a sus composiciones. Otros aprendieron, como Chaikovsky, que se podía “rusificar” sin citar, impregnando cualquier música con determinado estilo y pathos, algo que también hizo Grieg y sobre todo, Sibelius. Es indudable que esta segunda labor demanda más capacidad creativa, pero también es capaz de estilizar la tradición local, elevándola a nivel universal.

Aquí les dejo dos obras, una de Chaikovsky y otra de Rimsky, con la particularidad que ambas emplean un mismo motivo folklórico en determinado momento. Preciosa posibilidad de comparar el arte instrumentador de ambos “monstruos” y apreciar cómo una “cita” se transforma en música de la mejor ley.

viernes, 12 de junio de 2009

En defensa de »Furt«

Furtwängler, joven

Wilhelm Furtwängler

Con este mismo título escribí un ensayo breve para Elcuervolopez. No pretendo repetirlo aquí, sino explorar ahora otros cauces sobre Furt, el mayor director del que haya registro sonoro:

Saber cómo decirlo y cuándo decirlo: en esta sencilla fórmula se puede resumir el secreto de los intérpretes geniales. Músicos que producen una íntima exaltación en el auditor atento, que comunican al interior de cada oyente la idea contenida en la música haciéndola brotar como un Eureka!... ¿En dónde radica este don? ¿Cómo obtienen esa epifanía, esa manifestación rotunda de una realidad que antes era mental, etérea, y por su intermedio se vuelve tangible, sonora?

Furtwängler fue, precisamente, un Manifestador. Uno como pocos otros ha habido. Para decirlo poéticamente, él fue la Batuta de las Epifanías.



Sinfonía n° 4 de Schumann: la electrizante transición
del Tercero al Cuarto movimientos

Un joven músico holandés acudió al Festival de Salzburgo en 1948. Anhelaba contemplar en vivo al director alemán, para entonces una gloria europea. Así relató mucho tiempo después aquel suceso: “Las trompas dominaban en el impreciso marcaje de Furtwängler. Y pensé: ¿éste es el gran Furtwängler? De repente, ‘algo’ pasó y fue como si se plasmara una increíble electricidad en el auditorio; iba cada vez a más y más, y así hasta el final.” El atónito muchacho se llamaba Bernard Haitink.

Esta “electricidad” era lo que otros llamaron “suceso espiritual”: un grado insólito de elocuencia que la interpretación de Furtwängler podía alcanzar, como quien abriera una puerta entre el compositor y el auditorio. ¿Dónde radicaba ese secreto? ¿Cómo reconocía los instantes precisos para tal acento, tal pausa o tal entrada? ¿Era una fórmula consciente o un don intuitivo?

La respuesta sabe darla, mucho mejor que yo, un artículo aparecido en Filomúsica. Me permito recomendar con ahínco su lectura, AQUÍ, pues resulta sumamente revelador.

De mi parte sólo diré que Furt tuvo el don genial de incorporar lo irracional, lo intuitivo, a la planificación razonada de las obras musicales. “En arte, como en todas las cosas humanas —escribió en 1946— lo racionalmente comprensible y lo irracional deben ir juntos. Deben relacionarse, ampararse y protegerse. El estado natural para la razón es controlar la superficie, y para lo irracional, permanecer en el fondo. La relación entre la superficie y la profundidad de la obra de arte es equivalente a la de la superficie y la profundidad de la vida humana”.

Cada música lleva consigo indicaciones tácitas acerca de velocidades y acentos, más adecuados a su propia naturaleza expresiva; desentrañarlos es lo difícil. De ahí la recomendación aparentemente obvia que Celibidache recordaba como el mejor consejo de Furtwängler: “Bien, sólo escúchenla [a la música]”.

Al dirigir, Furtwängler no cerraba los oídos. Al contrario, era el primero de sus propios auditores; y esa difícil docilidad a la obra fue uno de sus logros radiantes. Siempre tuvo la rara capacidad de manejar la fluidez, incluso detener el tiempo, sin herir la arquitectura profunda. Sus interpretaciones, las de todas las alturas, eran en verdad recreaciones. Mundos posibles que venían a la vida en determinada velada, hitos que sucedían una sola vez porque nunca se repetirían las mismas condiciones. Como el sabio griego, Furtwängler sabía que la música, o el agua del río, nunca es la misma.


Escuchemos, pues, a Furtwängler. Comparto parte de una recopilación de dos discos bajo el atinado título de “The Fascination of Furtwängler”, con obras dirigidas por este artista genial. Basta pinchar la imagen pequeña.

sábado, 6 de junio de 2009

RIMSKI Y EL ASOMBRO (II)


Catedral de Cristo Salvador, Moscú

Para redondear el posteo acerca de la Gran Pascua Rusa compartiré un puñado de versiones de la misma obra, ofreciéndoles algo así como un “caleidoscopio” de posibilidades de escucha.

La alusión al caleidoscopio, por cierto, también la hizo Rimskiy cuando explicaba la otra obra que nació aquel verano de 1888: Schéhérezade. Pero de ella hablaremos después.


No puedo ocultar que esta composición, la “Gran Pascua Rusa”, me apasiona. Una vez Cuervo, que la subió a su inmenso blog, deslizó una crítica posible: se trataría de una obra reiterativa. Frente a eso valga una observación: Rimskiy es una mente oriental, con muchas influencias occidentales, cierto, pero en esencia es un ruso. Su manifestación creativa difiere del modus operandi centroeuropeo, volcado a la estructura lógica de un discurso musical afanosamente pulido.

Rimskiy, en cambio, propone continuamente el valor tímbrico como elemento de contemplación auditiva; las repeticiones temáticas son a la vez variaciones instrumentales, dando aquel efecto “caleidoscópico” ya mencionado. Este acento en las posibilidades cromáticas del sonido sería recogido poco después en la Klangfarbenmelodie, la melodía de colores acuñada por los músicos germanos a principios del siglo XX.

Así pues, el incesante despliegue de imaginación orquestal tiene en Rimkiy, no lo duden, un propósito razonado. No está de más recordarlo ahora, cuando les propongo una gira por varias interpretaciones de esta poderosa creación. Gracias sean dadas al Gatosierra, quien ha colocado estas joyas a nuestro alcance.
  • Sólo deben pinchar sobre los directores
    para ir a la descarga


Abrimos con Neeme Järvi dirigiendo
a la Orquesta Sinfónica de Gotemburgo.
Gran versión la de este director estonio,
sin duda uno de los mejores intérpretes del
repertorio nórdico y eslavo en la actualidad.


Seguimos con Leonard Slatkin,
quien interpreta la obertura al mando de la Orquesta Sinfónica St. Louis.
Una plasmación de hermoso sonido y energía desbordante.


Artur Rodzinski, batuta histórica,
cincela una suculenta visión al frente de la
Royal Philharmonic Orchestra.
En sus manos la obertura parece ir naciendo minuto a minuto. Escúchenlo.


Otra batuta que a mi juicio merece muchos más laureles
de los que ha recibido hasta ahora: Igor Markevitch.
Aquí nos ofrece su concepto de la Gran Pascua Rusa,
dándole forma con el sonido siempre rotundo
de la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam.


Esta es una de mis versiones preferidas. José Serebrier, director uruguayo, protegido de Stokowski y Dorati, muestra quilate de maestro. ¡Cómo acaricia cada sonoridad, y cómo realza la tensión con pulso firme y elegante! Me agrada mucho el valor que da a ciertas pausas. Aquí lo tienen dirigiendo a la Royal Philharmonic Orchestra.


Y finalmente, sí, la personalidad que retiene mi predilección. Aunque de las anteriores versiones muchas rivalizan con ésta y a ratos tal vez la superan... ese “retoque” del final, con tubas bajas doblando las tubas normales en el canto litúrgico, es un momento de gloria. Ni Rodzinski ni Serebrier igualan ese estremecimiento. Aquí con Uds. Mr. Stokowski echando a volar a la Chicago Symphony Orchestra.



lunes, 1 de junio de 2009

DE COLMENAS Y JACARANDÁS



En la misma calle donde está mi trabajo existe un Instituto Neuropsiquiátrico. Es uno de esos lugares que inspiran contradicciones: realizan una labor que sabemos necesaria, pero ojalá no la tuvieran que hacer.

Santiago no facilita las cosas para nada, al contrario, las precipita. Es una ciudad desintegradora, una urbe extendida sin control ni piedad, como una plaga gris.

El estallido en las proporciones de las ciudades creó monstruosas colmenas de cemento; pero a diferencia de las que construyen las abejas, no existe en las nuestras un propósito compartido. Vivimos en una especie de colmena desmesurada y contradictoria, llena de ocupantes obsesionados con su propio y exclusivo alvéolo. Pequeñas criaturas desvinculadas entre sí y para quienes la “colmena” se ha vuelto ajena e inhóspita.

Además, las “ciudades de cera” en que viven aquellos insectos se amoldan a la colonia que albergan. Cada integrante puede recorrerla entera. Cuando hay demasiada miel o demasiados habitantes, la colonia se dividirá para formar un nuevo hogar. Las abejas “entienden” que la colmena no debe estorbar, sino favorecer la existencia.


* * *


Santiago, en cambio, hace rato que es un archipiélago de individuos dispersos, no una comunidad integrada. Lo que llamamos “nuestra ciudad” no suele ser más que “nuestro barrio”, porque el resto no cuenta en la vida diaria. La ciudad total es sólo un mapa en nuestras mentes, una figura abstracta que nunca podríamos rellenar con nuestra propia experiencia. Nos excede. Si al menos fuera un mosaico de lugares humanizados tendríamos el placer del descubrimiento, pero la belleza, a no ser gratas excepciones, parece haberse mudado a otro sitio.

Así, ¿cómo perderá el neuropsiquiátrico su abrumada clientela?

Una vez me contaron que para cierto filósofo, la medida ideal de las ciudades consistía en que desde su centro todavía pudieran verse los árboles de sus confines. Ni decir tengo que estoy absolutamente de acuerdo, pero subrayo el detalle de los árboles. Me basta recorrer un parque, aunque sea pequeño, para confirmar que la gente se siente a gusto allí, que han recuperado cierta ilusión de pertenencia y cierta noción de orden, que se complacen en otros ritmos, muy distintos al frenético pulso citadino. El neuropsiquiátrico, de hecho, en su breve jardín ha colocado un par de asientos rústicos sobre piedrecitas blancas, en compañía de arbustos amables donde el viento, por ejemplo, no pasa inadvertido.

Sobre estos espacios sencillos mecía sus colores un imponente jacarandá. Las ramas gruesas que se separaban desde el tronco esculpían formas armoniosas hasta multiplicarse en una copa llena de pájaros, y en primavera llena de flores lilas. No sé cuántos años habrá tardado en alcanzar su porte, pero el gran árbol era un restaurador de espíritus cansados. Más aún, era un desafío, una rebeldía contemplativa.

Y lo tumbaron.

Las autoridades del Neuropsiquiátrico quisieron ampliar su estacionamiento y como se sabe, el hombre que planifica para sí mismo ignora la delicadeza. Un lunes que parecía otro más alcé la vista para reconfortarme un poco… y sólo descubrí un vacío en el paisaje, a medio ocupar con cables eléctricos. Otro jacarandá más pequeño y mal cortado había sido perdonado, sí, pero ya no esparcía la silenciosa bondad de su predecesor. ¿Cómo un instituto destinado a sanar mentes heridas pudo ignorar al más poderoso de sus benefactores? Deprimente.

Todavía están allí las sillas, pero no el bienestar. Los clientes y los funcionarios, siempre apurados y de cabeza gacha, entran y salen; los automóviles siguen cruzando pomposos el portón, mientras el muro exhibe sus condenas a quienes estacionen frente a él... La dureza de la ciudad vino a ensuciar la esquina, y todo por cuestión de progreso.

Será por cosas como éstas que alguien escribió: “El progreso es enemigo de los árboles”.


Q.

EL GRAN QUASTHOFF


Hace ya bastante tiempo que me sorprendió cierta voz de bajo-barítono alemán, oída casualmente en una versión del Oratorio de Navidad, de Bach. Cantaba un aria para bajo y trompeta (‘Grosser Herrn’) que me pareció servida de manera perfecta, y lo digo habiéndola comparado con otras versiones. Tanto la voz del cantante como su potencia y capacidad de interpretación merecían los mayores elogios (un bajo envolvente y unos agudos preciosos, un amplio abanico de matices y el tino para elegirlos). Desde entonces recordé el nombre: Thomas Quasthoff.

Pocos años más tarde, con el nombre en la cabeza, me puse a buscar la imagen de este señor. Esperaba a un gran alemán, de esos con aspecto inteligente y vital (al estilo Fischer-Dieskau)... y me llevé una violenta sorpresa. Era un hombre deforme.

Había sido una de las tantas víctimas del fármaco “talidomida”, que durante años se distribuyó en Europa a las embarazadas como sedante. Pero causaba focomelia, o sea, la ausencia o excesiva cortedad de los miembros. Quasthoff padece esta malformación. En sus propias palabras, “1 metro 34 de altura, brazos cortos, siete dedos (cuatro derechos, tres izquierdos), cabeza grande y relativamente bien formada, ojos castaños, labios prominentes. Profesión: cantante”.

Y sin embargo ... ¡qué voz, señores, qué voz! Derrotando las crueldades farmacéuticas, este alemán se ha convertido en uno de los maestros de la cuerda de bajo en la actualidad. Pocos cantan tan bien, con tanta alegría, tanta sabiduría, tanto gusto.

Bien, eso fue la presentación sumaria.

Ahora dejo con Uds. a Herr Quasthoff.




An Schwager Kronos (A Cronos el Cochero) / Arreglo orquestal de Brahms

Sobre este Lied he encontrado la oportuna explicación de Hyalmar Blixen:
En algunos casos, la nota grave, sombría, se aúna de paso, en un mismo lied, a frases que contrastan por ser justamente expresiones antagónicas, como en el poema, también de Goethe, «Al postillón Cronos» (An Schwager Kronos) de 1816. Allí —expresa Theodore Gerold— «hallamos una nueva nota; el tono lúgubre que predomina en los dos trozos precedentes ha dado pasos a motivos plenos de una alegre audacia y de una sana energía. Nuevamente el papel descriptivo de la música está aquí reciamente acentuado. La idea fundamental del poema: el deseo de efectuar rápida y enérgicamente la carrera al abismo, hacia el cual nos arrastra el Tiempo, está expresada mediante ritmos plásticos. El motivo del "trote ruidoso" predomina durante toda la primera parte y retorna dos veces todavía, enlazándose, al final, al del cornetín del postillón. La estrofa idílica y lírica del medio forma un encantador contraste con el principio y el fin del trozo, más rudos y más realistas. Creo que domina, en canciones de este tipo, algo de la tremenda ironía de algunos grabados de Holbein, que una vez vistos no pueden ser olvidados».


Winterreise: Auf dem Flusse / Daniel Barenboim, piano

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R E C O M E N D A D O S

 
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